Mi querido viejo
Nicolás la lloró por dos semanas. Repasó cada momento que lo alejó de ella, se lamentó por los errores, envidió el físico de quien se la arrebató y se desveló durante ese medio mes rebuscándose motivos, reprochándose las faltas y tragándose a sorbos esa amargura propia de los que tienen el corazón roto. Así es el amor. Así es cuando un niño de 13 años, enfermo de pasión por el atletismo, llega quinto en vez de tercero, segundo o primero.
Nico, entrado en su segunda década de vida, ya probó el sabor de las derrotas del corazón. Alejo, entrado ya en sus cuarenta y tantos y curtido en desamores, victorias, derrotas y fracasos, estuvo al lado de su hijo acompañando este duelo. Así es la paternidad, ese rol que combina al ser consejero, ejemplo, confidente y, en el caso de ellos, compañero de ruta.
Todo se remonta a los años 80. Alejandro llegó a la casa a contarle a Sergio, su papá, que había llegado segundo en una competencia inter colegiada de bicicross. El viejo no le creyó. Hubo que esperar unos meses para que en la premiación subieran al podio a la medalla de plata para que en la familia le dieran crédito por el logro. Ahí comenzó el camino que condujo a Orrego a seguir unos años saltando montículos en la pista de BMX de Belén en Medellín, luego surcando trochas sobre la bici de montaña y coronando maratones, varios IronMan y el que quizás fue su mayor conquista: Nico.
La historia de los Orrego, de Sergio el abuelo, hasta Nicolás el nieto, está atravesada por el deporte. El más antiguo apoyó a Alejo en sus inicios deportivos y este multiplicó su herencia entregándole al pequeño, desde edad muy temprana, la llama de la pasión por el running y el ciclismo. Padre e hijo, el primero con cuarenta y pico y el segundo con trece, encontraron en la actividad física el camino que los une, la pasión que los convoca, la motivación para romper las madrugadas a entrenar y el motivo hacer de los retos contra el cronómetro sean un asunto de familia.
El padre, ya más sereno y adentrándose en las categorías senior, sigue acumulando kilometraje. El hijo, afiebrado y soñando con dedicarse de pleno al deporte, corre veloz entrenando con el equipo TRT y con el INDER de Envigado. Ya cuenta varias victorias en su palmarés y se perfila como un corredor que recogerá más triunfos en el futuro a fuerza de la disciplina que le heredó a Alejandro y que hoy le ha llevado a superar ya a su primer maestro sobre la bici. Ya quien pone la rueda en las carreteras es el más joven de este dúo.
El vínculo que les corre por las venas los lleva a ser apoyo mutuo en las batallas que enfrentan los deportistas. Nico es quien muchas veces levanta a Alejandro de la cama para salir y a entrenar y su papá hace lo propio cuando lo ve flaquear en algún ejercicio o en medio de una competencia. La vida los premió con esa posibilidad que tienen pocos de ir juntos a la par en el asfalto y en las emociones que este trae. Al lado del camino, o desde la tribuna de quien admira, ama y sabe lo que se siente sufrir con las piernas, está y estará Alejo para Nico en sus altas y bajas, en los podios y en las idas a casa con las manos vacías. Faltan más lágrimas y más sonrisas, más consuelos y más abrazos, más fotos rodando juntos.
Por lo pronto, ya quedará en la historia del menor de los Orrego que su primer desamor fue por una pieza de metal, esa medalla que lo hizo berrear. Ya llegarán los otros dolores, llegarán ellas a romper el corazón y vendrán más carreras donde se gane o se pierda. A esta familia, más que los kilómetros, siempre le quedará un consejo que pasó del abuelo hasta el “pelao”: la constancia. Así es el amor.