Cartagena, una ciudad de hierro.
Del dicho al hecho hubo mucho trecho. De ese día en que se pasa la tarjeta de crédito, hasta que se cruza el tapete rojo pasan muchas cosas. Muchas más que 70.3 millas. Volverse medio IronMan es el resultado de sumas y restas que nos atraviesan las piernas, la cabeza, el corazón, la vida. Aquí va un resumen, lo más corto posible, de esta experiencia.
Para llegar a Cartagena, en mi caso, recorrí solo en este año 228 mil metros de natación, 6 mil kilómetros en la bici y 1229 kilómetros de atletismo. Entre esos números suena muchas veces la alarma cuando todavía es de noche, se tragan litros de agua con cloro, se riegan lágrimas de frustración, se reclaman medallas, se curan heridas del cuerpo y del alma, se toma cerveza, se come pizza, se hacen dietas, dan ganas de seguir, dan ganas de parar, las deudas aumentan, las fotos de redes se vuelven monotemáticas, faltamos a eventos sociales, aparecen amigos nuevos, se luce solo ropa de deporte, aparecen pandemias, aprendemos a despinchar, nos pinchamos, nos cambia la vida.
Cuando menos se piensa, faltan dos personas en una fila para saltar de un planchón a enfrentar ese destino escogido. Y lo que parecía muy lejos dos años antes ya está a la vuelta de un brinco. Todos los números se esfuman y se vuelven brazadas en el agua salada de un mar que alumbró un amanecer precioso y que antecedió el sonido de un cañón. Porque empezó la guerra contra esas 70.3 millas.
Entonces Cartagena ya fue una realidad. Y todo lo bailado sirvió para la gala principal a donde llegamos todos los que perseveramos mientras que la vida real seguía su curso. Porque los que estábamos allí tuvimos que trabajar, ser hijos, hermanos, novios, amigos, padrinos, tíos y compañeros mientras hacíamos de triatletas.
Y entonces Cartagena, tras la soledad del agua, ya era una fiesta sobre el asfalto. A pocos metros de salir del mar ya se intuía una algarabía de miles de espectadores que llenaron de gritos las calles de quienes nos batíamos en carrera. Restaban 90 km de bicicleta y 21 de atletismo para recibir el metal preciado sobre el cuello.
Ya en tierra aparecieron imágenes que le dieron sentido a todo, como una pieza que encaja en el rompecabezas. Con un poco de atención se podía uno imaginar las historias de todos: del que iba a solo con una pierna, o con un solo brazo, del que se la estaba jugando por un beso de la amada al final del día, de quien fue para demostrar que unos kilos más en el cuerpo no eran más que una anécdota en la balanza, del que lleva a los hijos como motivación y de los que alguna vez pensamos que esto no era para nosotros. Era la cita de los locos, de los tercos, de quienes seguimos adelante a pesar de lo que costó llegar allí. La bicicleta también, un poco solitaria, fue la antesala para el round final en la ciudad amurallada.
Fue ahí cuando Cartagena fue un carnaval. En mi caso, se estaba haciendo corto el día para tanta alegría. Allí estaban las murallas guardando gente con hielo, agua, pitos, gritos, bombas, disfraces y amores para quienes ya estábamos en los 21 mil metros que le faltaban a la historia. Ahí ya se dejaron ver los llantos, las arcadas, los sudores, los calores, los calambres, los que estaban fuertes, las caras conocidas y las manos que se hicieron amigas por algunos tramos del camino.
De repente la película estaba llegando a su fin, como este relato. Todos los números y sacrificios cobraron sentido y el puño se apretó de alegría, o los ojos se llenaron de lágrimas mirando al cielo. Porque Cartagena fue el escenario para ser de hierro y sonreír porque una carrera, que parecía algo tan sencillo como pagar una inscripción y declarar que se iba a hacer, nos cambió la vida.
Cristian Marín - Corriente Alterna