Guatapé, una carrera para la historia.
¿Tendrá razón Galeano al decir que “el mundo está hecho de historias”?
Porque podría uno venir a contar que el sábado 3 de julio amaneció en Guatapé para ver a una gente nadar, rodar y correr. Y ya. No habría mucho más que agregar. Hablaríamos de registros, posiciones, marcas y velocidades.
Yo prefiero jugar con otros números para dimensionar lo que pasó alrededor de ese cuerpo de agua en que nos encontramos muchos a cumplir una cita que habíamos aplazado con tanta ansiedad.
Atrás quedaron las virtualidades que nos ocuparon el tiempo y nos hicieron pensar que estábamos ahí, los encierros en que nos imaginamos cada brazada en el agua, las pantallas por las que fingimos estar subiendo algún puerto de primera. Adiós, ojalá por un buen tiempo, y bienvenido el viento en la cara, los gritos abriéndose paso entre mascarillas y la bendita emoción de estar a segundos de lanzarse a la inmensidad de la represa para darle trámite a ese deseo acumulado de entregarle el apellido estampado en el pecho a esta experiencia, que más que una carrera, fue una suerte de desahogo, un grito que estaba contenido, la página de un libro que llevaba tiempos esperando por ser escrita.
Prefiero hacer cuentas de otros tiempos, otros valores. Por ejemplo, me pregunto cuánto ocurre entre el beso de la salida y el beso del final, o cuántos abrazos se colgaron los deportistas como medallas, o cuántas fotos se subieron a la nube, o cuántas horas de video le cuentan a la memoria qué pasó en las calles de Guatapé.
Me gusta pensar que cada triatleta hizo de su carrera una carta de amor. Alguno se batió a brazo limpio contra la inclemencia de las aguas, mezcló sus miedos con la oscuridad de ese lago y libró la batalla contra el pánico que da sentirse solo en la inmensidad de ese charco. Otro más se acordó de mamá, mientras subía alguno de los repechos insufribles que hicieron parte del recorrido de la bicicleta, y recordó cuánto la quiere, y cuánto madrugó ese día para esperarlo tras la meta. También habría la historia de quien miró al cielo, para recordar al que estuvo ahí para alentar más de una zancada e hizo de su trote un homenaje, un tributo a quien veía desde la tribuna más alta.
Guatapé fue el pueblo de los relatos. De padres alentando a hijos, o de hijos alentando a padres. Seguro habrá sido escenario para que alguno se encontrara con un viejo amor, o para cruzarse con algunos ojos desconocidos y que pronto se habrán de cortejar, allí hubo pequeños dando sus primeros pasos y ojos orgullosos siguiendo los afanes de los que se jugaban la piel en ese plato que se come a tres tiempos. Fue la ciudad de los abrazos, de los ánimos caldeados, de las aguas agitadas, de las bielas endiabladas, de las zapatillas acaloradas, de los corazones agitados. También, casi como si fuera lo menos relevante, fue la locación de una carrera de triatlón en que hubo gente ocupando lugares en el podio y guardando tiempos en relojes. El deporte, a puro fuego, se parece mucho a lo más bonito que tiene la vida, se volvió la excusa para encontrarnos con las maneras más exageradas y bellas de atravesar caminos de amor.
Creo que sí, Galeano tiene razón. El mundo, al menos el nuestro que fue Guatapé, está hecho de historias.